lunes, 1 de junio de 2015

Estampas de fin del siglo XIX

Escribir es dialogar con la realidad. Desde su contexto, el escritor plasma un pedacito de lo que vive y lo proyecta hacia lo más recóndito de sus imaginaciones; o simplemente juega entre lo que es y lo que no es para llevarnos a viajes fantásticos cuyo cimiento está en lo real pero termina en lo ficticio, en lo irreal, en lo deliciosamente inverosímil que sólo puede lograr la literatura.
Es por esto que los cuentos son, muchas veces, estampas sobre un tiempo y lugar específicos; ventanas a través de las que uno se puede transportar a infinidad de contextos diferentes, conocer entornos diversos, culturas remotas y, en paralelo, empaparse de lo que el escritor vio y sintió en su proceso de escritura.
La primera impresión cuando uno lee los Cuentos (Océano, 2001) de Manuel Gutiérrez Nájera es la de viajar a una Ciudad de México que ya no existe: teniendo en cuenta que fueron escritos a finales de 1900, antes del neoliberalismo, antes de la globalización, antes de los tecnócratas. Una Ciudad de México con una identidad cultural mucho más clara que el ojo clínico de Gutierréz Nájera (recordando que además de cronista, poeta y escritor, fue cirujano) pudo captar desde muy distintos y contrastantes puntos de vista. Los ejemplos más claros de esto son La novela del tranvía, La mañana de San Juan y Memorias de un paraguas, éste último rescatando la perspectiva como narrador principal de un paraguas, lo que le da mucha frescura al relato y detalla, por ejemplo, la vista desde un escaparate en las tiendas de Santo Domingo en el centro de la ciudad.
Decía Julio Cortázar en una entrevista que si el cuento y la novela fueran peleadores de box, la novela sería de los peleadores que ganan por decisión mientras que el cuento debe ganar por knockout. Este es un detalle muy trabajado en la obra cuentística de Gutiérrez Nájera; la mayoría de sus cuentos nos esperan, al final, con un cuchillo entre los dientes, con una sorpresa agridulce que termina por cuajar el texto como un todo. De hecho la colección publicada por Océano abre con el cuento La balada del año nuevo en donde, desde la perspectiva de una madre, vemos como un niño agoniza hasta morir en la última línea del cuento: 
"... abre los ojos, mira a su padre como diciéndole -¡Defiéndeme! -vuelve a cerrarlos... ¡Ay! Bebé ya no habla, ya no mira, ya no se queja, ya no tose; ¡ya está muerto!"
A lo largo de la colección de cuentos, divididos para su lectura en Cuentos frágiles, Cuentos color de humo y Cuentos de mil colores, existen varias constantes: la preocupación por la creación de ambientes a partir de descripciones, el papel del narrador dentro de los diferentes planos que posee un escrito y el juego entre el narrador omnisciente, el narrador protagonista y el narrador observador, siendo este último punto uno de los que más explora en sus cuentos, teniendo su momento más alto en Los amores del cometa, La novela del tranvía y La moneda de níquel: cuentos en donde el narrador, el ambiente y los personajes se mezclan en un sólo elemento que se mueve unidireccionalmente: es decir, si uno se mueve los demás se mueven con él y el final de uno supone el final de todos y (en este caso) el final del cuento.
No todo es miel sobre hojuelas. Gutiérrez Nájera explora muy incipientemente el papel de los diálogos en la construcción literaria. Sus cuentos muy rara vez incluyen más de 1 o 2 líneas de diálogo y eso crea una brecha entre las descripciones y crónicas tan vivas y llenas de detalles y sus personajes, quienes sólo se desarrollan a través de sus acciones físicas, reflexiones, soliloquios, etcétera. Esto deja al lector deseando enterarse un poco más del lenguaje coloquial, regionalismos y demás ardides del lenguaje que seguramente abundaban en la Ciudad de México de finales de 1900 y que, sin duda, el escritor hubiera podido plasmar en tan bellas estampas que conforman su colección de cuentos.

Ficha bilbiográfica: Gutierréz Nájera, M. (2001). Cuentos. México: Océano. 

1 comentario:

  1. Que estupenda redacción, se me antoja leerlo de no ser por la falta de diálogos en los cuentos, que, a mi parecer, es importante para hacer una lectura amena.

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